(A veces, los mensajeros Divinos no tienen alas, ni aparecen en el cielo estrellado; a veces, visten sotana, caminan por viejos andenes y llevan consuelo donde más se necesita)
(Una Historia basada en hechos reales)
Corría una fría noche de diciembre en Bobadilla Estación. La neblina, densa como el algodón, se aferraba a los faroles que apenas iluminaban el andén. El silbido lejano de un tren de vapor rompió el silencio y el eco se desvaneció entre los ladridos lejanos de algún perro callejero. Aquella estación, un cruce ferroviario clave en Andalucía, recibía diariamente trenes repletos de almas cansadas que cruzaban el sur con la esperanza de un futuro mejor.
En uno de aquellos vagones, viajaba una mujer de rostro pálido y ojeras profundas. Su nombre era Ana, una viuda joven que cargaba con cuatro hijos pequeños. Huían de la miseria y buscaban un nuevo comienzo en tierras lejanas. Apretaba contra su pecho un chal desgastado, intentando proteger del frío al más pequeño de sus hijos, Mateo, de apenas dos años.
El tren hizo su entrada chirriando sobre los raíles, y los viajeros descendieron apresurados. Ana bajó con sus hijos, uno de ellos cargando una maleta de cuero vieja y los otros dos aferrados a su falda. Pero el pequeño Mateo no descendió por su propio pie. Su cuerpecito ya no respiraba.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ana cuando comprendió que su hijo se había marchado en silencio, en algún momento entre el traqueteo del vagón y el ulular del viento helado. El párroco de la estación, el padre Tomás, un hombre de cabello blanco y manos gastadas por los años de labor, observó la escena desde la puerta de la capilla anexa al andén. Al ver el rostro desencajado de la madre, se acercó sin dudarlo.
—Señora, ¿qué ha sucedido? —preguntó con suavidad.
—Mi niño… mi Mateo… ya no respira… —respondió Ana con un hilo de voz.
El párroco asintió con tristeza y guio a la familia hacia la pequeña capilla. Allí, bajo la luz temblorosa de unas velas, Ana sostuvo a su hijo por última vez. Mientras tanto, el padre Tomás salió a recorrer el pueblo. Tocó puertas, habló con comerciantes y pasajeros, y logró reunir algunas monedas para darle al pequeño Mateo un entierro digno.
El amanecer sorprendió a Ana de rodillas frente a una pequeña tumba en el pequeño cementerio. Era un rincón humilde, pero sereno. El cielo comenzaba a teñirse de naranja y dorado, como si los ángeles estuvieran cubriendo el horizonte con sus alas.
—No sé cómo agradecerle, padre —dijo Ana entre lágrimas—. No tengo nada, solo estas manos y estos niños.
—No hay deuda que saldar, hija mía —respondió el párroco—. Solo pido que siga adelante y cuide de sus pequeños. La vida sigue su curso, aunque a veces el tren se detenga donde menos lo esperamos.
El siguiente tren silbó en la distancia. Ana besó la pequeña cruz de madera sobre la tumba de su hijo y tomó a sus otros tres hijos de la mano. Subió al vagón sin mirar atrás, pero con el corazón agradecido y destrozado a la vez.
El tren se alejó, dejando tras de sí una estela de vapor y humo. En el andén, el padre Tomás hizo la señal de la cruz mientras la niebla volvía a envolver la estación.
A veces, los mensajeros Divinos no tienen alas, ni aparecen en el cielo estrellado; a veces, visten sotana, caminan por viejos andenes y llevan consuelo donde más se necesita.
Y aquella Navidad en Bobadilla Estación, entre el humo del tren y el frío de diciembre, un pequeño ángel encontró descanso eterno, y una madre encontró un destello de esperanza para seguir adelante.